Malvinas, retrato de la única Guerra perdida por Argentina

Sociedad

El 2 de abril de 1982, el desembarco de tropas argentinas en Malvinas fue celebrado como si Argentina hubiera ganado otro Campeonato Mundial de Fútbol.

En todo el país, compactas y enfervorizadas multitudes se dieron cita en todas las plazas para expresar su apoyo a la decisión de la Junta Militar de invadir las islas.

La gente sabía que los que estaban en ese momento en el Gobierno eran unos déspotas militares y que con esa aventura bélica se intentaba tapar la decadencia de la institución militar argentina, aislada internacionalmente y sacudida por toda suerte de reclamos por violaciones de los derechos humanos.

Pero el mítico sentimiento colectivo por Malvinas era más fuerte, y la gente ganó la calle

En Resistencia hasta se vio un impensado abrazo entre el interventor militar José David Ruiz Palacios y el ex gobernador peronista Deolindo Felipe Bittel.

En Buenos Aires, olvidando que sólo días antes la policía había reprimido brutalmente una manifestación de rechazo a la política económica del Gobierno la gente se volcó a las calles para un apoteótico respaldo a la invasión.

Agitando miles de banderas argentinas y estandartes, vivaban a Galtieri. Muchos estaban vestidos con los trajes típicos de los países de sus padres inmigrantes.

Los estandartes llevaban escritas frases como “Ingleses, piratas, masones, herejes, go home”. Muchos cantaban: “No cabe duda/ no cabe duda/ la reina de Inglaterra/es la reina más boluda”.

En todo el país había alegría porque las fuerzas armadas habían rescatado a la hermanita perdida.

Tanta alegría se justificaba, también, porque la Argentina jamás antes había conquistado o ganado territorio alguno en conflicto armado o disputa diplomática.

Por el contrario, desde los tiempos españoles venía perdiendo tierra a manos de sus vecinos.

Algunos discursos recordaban los épicos años 1806 y 1807, cuando los criollos porteños con piedras y aceite hirviendo humillaron a los ingleses en Río de la Plata.

En las calles ponían canciones de Mercedes Sosa, una ex exiliada en España que cantaba temas de Violeta Parra, una chilena que seguía censurada aunque ya estaba muerta.

Incluso se pasaba la voz antes prohibida del cantautor catalán Joan Manuel Serrat.

Había pocas voces que pedían la paz. La mayoría proclamaba la necesidad de combatir.

Únicamente la novelista Silvina Bullrich preguntó por qué la Argentina tenía que ir a conquistar Malvinas si toda la inmensa Patagonia estaba por poblar todavía.

Voces como la de ella fueron tapadas por la euforia triunfalista y un clamor popular que pedía guerra.

El gobierno alegó que sólo a través de la guerra un país alcanza la madurez y aseguró que todo estaba calculado para que la Argentina haga intomables las islas.

Rebautizaron a Port Stanley como Puerto Rivero en honor de Antonio Rivero, a quien los nacionalistas atribuían una rebelión contra el usurpador inglés en agosto de 1833.

Pero pronto lo cambiaron por Puerto Argentino porque la Academia Argentina de Historia difundió un viejo documento según el cual Rivero en realidad fue un delincuente.

Se sabía que Argentina no podía hacer frente a Inglaterra, que se había infligido una humillación a un imperio y que seguramente el imperio contraatacaría.

Pero ya habría tiempo de pensar en eso. Ahora era momento de festejar y de felicitarse el uno al otro.

“¡Apunten contra la Junta!”

Leopoldo Fortunato Galtieri, el dictador de turno, no tuvo en cuenta una premisa fundamental: nunca comiences una guerra que sabes que no vas a ganar.

Pero él lo hizo porque necesitaba una guerra para salvar a un Gobierno militar que ya estaba herido de muerte y para sacar de la memoria colectiva el recuerdo de muchos crímenes y desaparecidos que ya eran llorados como muertos.

Si todo salía bien la historia iba a ser reescrita y él iba a quedar como un héroe.

El dictador Leopoldo Fortunato Galtieri si entro a la historia, pero de la misma manera que podría haber entrado en un manicomio.

Al otro lado del océano, “la Tácher” también necesitaba una guerra para tapar la humillación inglesa por la pérdida del canal de Suez.

Se trataba entonces de un enfrentamiento entre un Gobierno militar criminal y una “dama de hierro” que la Prensa argentina pronto rebautizó “dama de la muerte”.

Los militares debían mostrar que el país los apoyaba. Así que las radios y la televisión transmitían permanentemente declaraciones de adhesión a las Fuerzas Armadas, seguidas por el jingle “vamos vamos/Argentina/ vamos vamos/ a ganar”.

Para las Pascuas, llegó a Buenos Aires el secretario de Estado norteamericano, general Alexander Haig. A pesar del frío y agitando pañuelos multitudes se alinearon a lo largo de la autopista que conecta Ezeiza con el centro para recibirlo.

El 10 de abril, la muchedumbre lo vivó en la Plaza de Mayo. La gente y el Gobierno creían que los norteamericanos iban a ponerse del lado argentino y que Haig había venido como amigo. Pero el 19 de abril se fue tal como vino.

Hasta entonces todavía no había noticias de Inglaterra. Pero el 15 de mayo un titular de primera plana de The Sun anunció: “Apunten contra la Junta: Todo listo para la invasión”.

El Sheraton de Buenos Aires se llenó de corresponsales de guerra. Podría decirse que ese hotel que cobraba cien dólares la noche fue el único que ganó con la guerra.

El 24 de mayo la Junta de Comandantes emitió por la red de radio y televisión el Comunicado Número 86 informando que en el área de Puerto San Carlos “las fuerzas enemigas han establecido una cabecera de playa que está siendo reforzada por desembarco de material, equipo y personal en cantidad de dos mil hombres”.

El desembarco que los generales argentinos aseguraron que jamás sucedería había sucedido.

Mentiras oficiales

Mientras en las remotas islas los soldados argentinos se batían con irreprochable bravura contra fuerzas y tecnologías bélicas muy superiores, los mentirosos voceros de la dictadura informaban una y otra vez: “¡Estamos ganando!”.

Las revistas Gente y La Semana informaron que el portaaviones Hermes fue hundido, que el portaviones Invencible fue dañado, que cinco barcos de las Fuerzas de Tareas estaban fuera de combate y que los pilotos argentinos habían derribado treinta jets Harrier.

La agencia Telam informó que en Puerto Argentino unos cuatro mil soldados argentinos aprovecharon un alto en el combate para darse un colectivo baño caliente.

“La alegría contagiosa que reina en el frente se refleja en la fila que hacen los jóvenes, todos de entre dieciocho y veinte años, frente a las duchas. Limpios de alma, limpios de cuerpo, los jóvenes soldados cumplen con su deber histórico”, señalaba.

La verdad es que estaban siendo maltratados por sus superiores y barridos por el enemigo.

Lejos del teatro de guerra, en el continente, se tomaban medidas que debían ser aplicadas en todo el país.

Una de ellas consistía en apagones para “adecuar el consumo a las demandas de la defensa nacional ocasionada por la recuperación de nuestras Islas Malvinas”.

Se prohibió la exhibición de una película norteamericana protagonizada por Jane Fonda y John Voight, que mostraba el triste regreso de veteranos de Vietnam a los Estados Unidos.

También, “porque las circunstancias especiales del país hacen desaconsejable mostrarla”, suspendieron la exhibición de la película Z, del genial Costa Gavras.

Frente al Cabildo de Buenos Aires, cada noche se hacía la “vigilia por la victoria” con cantantes de música folklórica, bailarines y hogueras que mitigaban el frío.

Así fueron pasando una guerra con la cual lo único que se consiguió fue una inesperada visita del papa Juan Pablo II.

El 14 de junio, en Puerto Stanley se izó la bandera de rendición de las tropas argentinas.

La euforia popular se transformó en una ira tal que hasta precipitó el derrumbe del Gobierno militar.

Un brindis por los caídos

La aventura bélica iniciada el 2 de abril dejó un saldo de 649 muertos y 1082 heridos. La mitad de los muertos eran del Crucero Belgrano, hundido por el submarino nuclear Conqueror.

Para los que regresaron, Malvinas fue un antes y un después en sus vidas. Ninguno volvió a ser el mismo. Los horrores de la guerra quedaron grabados a fuego en ellos.

Muchos ex combatientes chaqueños sufrieron problemas psíquicos y algunos terminaron en pabellones psiquiátricos.

A nivel nacional más de doscientos, sumidos en la depresión, se quitaron la vida.

Ante la ola de suicidios, un Centro de Ex Combatientes hizo este dramático llamado: “Compañeros, no se maten, hay maneras de salir y superar lo que vivimos”.

Un ex combatiente chaqueño de nombre Walter Carabajal, que años después fue concejal de la Municipalidad de Resistencia, por mucho tiempo tuvo pesadillas. Soñaba que soldados ingleses lo mataban a tiros en la oscuridad de la noche.

Atribuía sus pesadillas a que las batallas de Puerto Darwin y Goose Green, donde él combatió, se libraron en medio de la noche y a que vio morir a muchos camaradas, entre ellos su compañero de carpa.

Contaba Carabajal que tenía una costumbre: cada Navidad y Año Nuevo se apartaba a un rincón de su casa y brindaba por la memoria de los camaradas muertos.

Les decía que lamentaba mucho que el destino no los hubiera favorecido con la misma dicha que él tenía de estar vivo y de estar junto a los suyos…

*Por Mario Vidal